Fue el último verano que pasaste en Nigeria, el verano anterior al divorcio de tus padres, antes de que tu madre jurara no volver a poner un pie en Nigeria para ver a la familia de tu padre, en particular a tu abuela. Todavía ahora, dieciocho años después, recuerdas claramente el calor que hizo ese verano, el ambiente bochornoso que se respiraba en el patio de tu abuela, un patio con tantos árboles que el cable del teléfono se enredaba con las hojas y las distintas ramas se tocaban, y a veces aparecían mangos en los castaños y guayabas en los mangos. La gruesa capa de hojas en descomposición era blanda bajo tus pies desnudos. Por las tardes las abejas de vientre amarillo zumbaban alrededor de tu cabeza, la de tu hermano Nonso y la de tu primo Dozie, y por las noches la abuela solo dejaba a tu hermano Nonso trepar a los árboles para sacudir una rama cargada de fruto, a pesar de que tú trepabas mejor. Llovían los aguacates, los anacardos, las guayabas, y el primo Dozie y tú llenabais viejos cubos.
Fue el verano que la abuela enseñó a Nonso a arrancar los cocos. Los cocoteros, tan altos y sin ramas, eran difíciles de trepar, y la abuela le dio un palo largo y le enseñó a agitar las vainas acolchadas. A ti no te enseñó porque decía que no era cosa de niñas. La abuela partía los cocos golpeándolos con cuidado contra una piedra y la leche acuosa se quedaba en la mitad inferior, una taza irregular. Todos bebían un sorbo de la leche enfriada por el viento, incluidos los niños de la calle que salían a jugar, y la abuela presidía el ritual para asegurarse de que Nonso era el primero.
Fue el verano que le preguntaste a tu abuela por qué el primer sorbo era para Nonso en lugar de para Dozie, que tenía trece años, uno más, y la abuela respondió que Nonso era el único hijo de su hijo, el que llevaría el apellido Nna Buisi, mientras que Dozie solo era un nwadiana, el hijo de una hija. Fue el verano que encontraste en el césped la piel de una serpiente, entera e intacta como una media transparente, y la abuela os dijo que se llamaba echí eteka, «Mañana está demasiado lejos». Un mordisco, dijo, y en diez minutos se ha acabado todo.
No fue el verano que te enamoraste de tu primo Dozie porque lo hiciste unos veranos antes, cuando él tenía diez años y tú siete, y os metías los dos en el diminuto espacio que había detrás del garaje de la abuela, y él trataba de embutir lo que llamabais su «plátano» en lo que llamabais tu «tomate», pero ninguno de los dos estaba seguro de cuál era el agujero. Pero sí fue el verano que cogiste piojos, y el primo Dozie y tú explorasteis tu larga melena buscando los diminutos insectos negros para aplastarlos entre las uñas y reíros del ruido que hacían sus estómagos llenos de sangre al reventar; el verano que tu odio hacia tu hermano Nonso aumentó tanto que notaste que te obstruía las fosas nasales, y tu amor por tu primo Dozie se infló y te rodeó la piel.
Fue el verano que viste cómo el mango se partía limpiamente en dos mitades en una tormenta en la que los rayos recorrieron con feroces líneas el cielo.
Fue el verano que Nonso murió.
La abuela no lo llamaba verano. Nadie lo hacía en Nigeria. Era agosto, entre la estación lluviosa y el harmattan. Llovía torrencialmente todo el día, y la lluvia plateada azotaba el porche donde Nonso, Dozie y tú apartabais los mosquitos a manotazos mientras comíais mazorcas asadas; o hacía un sol cegador y os bañabais en la balsa que la abuela había dividido por la mitad para que disfrutarais de una piscina improvisada. El día que Nonso murió hizo temperaturas bastante suaves; lloviznó por la mañana, el sol brilló suavemente por la tarde y por la noche murió él. La abuela le gritó, gritó a su cuerpo sin vida i laputago m, que la había traicionado, porque ¿quién iba a llevar ahora el apellido de Nnabuisi que protegía el linaje de la familia? CONTINUAR LEYENDO
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