domingo, 30 de octubre de 2022

"HIJA DE SANGRE". Un cuento de ciencia ficción de Octavia Butler

Mi última noche de niñez comenzó con una visita a casa. La hermana de T’Gatoi nos había regalado dos huevos estériles. T’Gatoi les dio uno a mi madre, mi hermano y mis hermanas. Insistió en que el otro me lo tomara yo entero. No importaba. Seguía habiendo suficiente para que todos nos sintiéramos bien. Casi todos. Mi madre no quiso tomar. Sentada, vigilaba mientras todos los demás nos dejábamos ir y soñábamos sin ella. Sobre todo me vigilaba a mí.

Yo estaba tumbado contra la parte inferior de T’Gatoi, larga y aterciopelada, sorbiendo mi huevo a cada rato, preguntándome por qué mi madre se negaba a sí misma aquel placer totalmente inofensivo. Tendría menos canas si se lo permitiera de vez en cuando. Los huevos prolongaban la vida, el vigor. Mi padre, que nunca rechazó un huevo en su vida, vivió casi dos veces más de lo que le habría correspondido. Y, hacia el final de su vida, cuando debería haber estado aflojando el ritmo, se casó con mi madre y tuvo cuatro hijos.

Pero mi madre parecía conforme con envejecer antes de lo debido. Vi cómo apartaba la vista cuando varias de las extremidades de T’Gatoi me aproximaron hacia sí con firmeza. A T’Gatoi le gustaba nuestro calor corporal y lo aprovechaba siempre que podía. Cuando era pequeño y pasaba más tiempo en casa, mi madre solía intentar explicarme cómo comportarme con T’Gatoi, cómo ser respetuoso y siempre obediente porque T’Gatoi era la funcionaria del gobierno tlic a cargo de la Reserva y, por lo tanto, el miembro más importante de su especie en contacto directo con los terranos. Mi madre decía que era un honor que una persona semejante hubiera elegido entrar en la familia. Cuando más formal y seria se ponía mi madre era cuando mentía.

No tenía ni idea de por qué estaba mintiendo, ni sobre qué. Claro que era un honor tener a T’Gatoi en la familia, pero poco tenía de novedad. Mi madre era amiga de T’Gatoi de toda la vida, y a T’Gatoi no le interesaba que nos mostrásemos honrados por su presencia en una casa que consideraba su segundo hogar. Siempre entraba sin más, se subía a uno de sus sofás especiales y me llamaba para que fuera a hacerla entrar en calor. Era imposible ser formal con ella, tumbado contra su cuerpo y oyéndola quejarse, como de costumbre, de que estaba demasiado flaco. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 29 de octubre de 2022

"LA LOTERÍA". Un estremecedor cuento de Shirley Jackson

La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 28 de octubre de 2022

"LA OVEJA NEGRA". Un gran cuento de Italo Calvino


Había un pueblo donde todos eran ladrones.

A la noche cada habitante salía con la ganzúa y la linterna, e iba a desvalijar la casa de un vecino. Volvía al alba y encontraba su casa desvalijada.

Y así todos vivían en amistad y sin lastimarse, ya que uno robaba al otro, y este a otro hasta que llegaba a un último que robaba al primero. El comercio en aquel pueblo se practicaba solo bajo la forma de estafa por parte de quien vendía y por parte de quien compraba. El gobierno era una asociación para delinquir para perjuicio de sus súbditos, y los súbditos por su parte se ocupaban solo en engañar al gobierno. Así la vida se deslizaba sin dificultades y no había ni ricos ni pobres.

No se sabe cómo ocurrió pero en este pueblo se encontraba un hombre honesto. Por la noche en vez de salir con la bolsa y la linterna se quedaba en su casa a fumar y leer novelas.

Venían los ladrones, veían la luz encendida y no entraban.

Esto duró poco pues hubo que hacerle entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no permitir que los demás lo hicieran. Cada noche que él pasaba en su casa era una familia que no comía al día siguiente.

Frente a estas razones el hombre honesto no pudo oponerse. Acostumbró también a salir por las noches para volver al alba, pero insistía en no robar. Era honesto y no quedaba nada por hacer. Iba al puente y miraba correr el agua. Volvía a su casa y la encontraba desvalijada.

En menos de una semana el hombre honesto se encontró sin dinero, sin comida y con la casa vacía. Pero hasta aquí nada malo ocurría porque era su culpa: el problema era que por esta forma de comportarse todo se desajustó. Como él se hacía robar y no robaba a nadie, siempre había alguien que volviendo a su casa la encontraba intacta, la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que poco tiempo después aquellos que no habían sido robados encontraron que eran más ricos, y no quisieron ser robados nuevamente. Por otra parte aquellos que venían a robar a la casa del hombre honesto la encontraban siempre vacía. Y así se volvían más pobres.

Mientras tanto aquellos que se habían vuelto ricos tomaron la costumbre también ellos, de ir al puente por las noches para mirar el agua que corría bajo el puente. Esto aumentó la confusión porque hubo muchos otros que se volvieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.

Los ricos mientras tanto entendieron que ir por la noche al puente los convertía en pobres y pensaron -paguemos a los pobres para que vayan a robar por nosotros-. Se hicieron contratos, se establecieron salarios y porcentajes: naturalmente siempre había ladrones que intentaban engañarse unos a otros. Pero los ricos se volvían más ricos y los pobres más pobres.

Había ricos tan ricos que no tuvieron necesidad de robar ni de hacer robar para continuar siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres los robaban. Entonces pagaron a aquellos más pobres que los pobres para defender sus posesiones de los otros pobres, y así instituyeron la policía, y constituyeron las cárceles.

De esta manera pocos años después de la aparición del hombre honesto no se hablaba más de robar o de ser robados sino de ricos y pobres. Y sin embargo eran todos ladrones.

Honesto había existido uno y había muerto enseguida, de hambre.

FIN

miércoles, 26 de octubre de 2022

"LA FRONTERA". Un cuento de Marina Elberger

 Adoraba a la bobe. Adoraba apretar las “bolsitas” de piel que le colgaban de los brazos, aunque a ella no le gustaran. “El salero”, les decía, “cosas de vieja”. Además, me gustaba que se vistiera con pantalón y blusa; no como las abuelas de algunas compañeras del cole, que solo usaban polleras largas o vestidos grises. Ella era coqueta y tenía la mejor colección de aros y collares de perlas de nácar, de caracoles, de ámbar. De cada viaje, traía un collar. Y yo me los probaba todos. Sabía dónde guardaba cada uno: en el cajón de la mesita de luz, en la caja de madera sobre la cómoda o en la bolsa con olor a naftalina del segundo estante del placar.

Adoraba que me contara cuentos cuando me quedaba a dormir, aunque los protagonistas siempre fuéramos mis primos y yo: “Silvita en el zoológico”, “Julito en el botánico”, “Un picnic de primos en Palermo”. Eran aburridísimos, pero me gustaba oír su voz y su español mal pronunciado y sentir el peso de su cuerpo sobre la frazada de lana. Cologín cologado..., decía al final con ge porque la erre no le salía.

Y adoraba sus blintzes de queso, sus varénikes de papa, sus knishes…

En casa yo vivía en penitencia porque según mamá era una nena quilombera, rebelde. Tanta penitencia que ya ni me importaba. Si me dejaban sin tele, me leía por enésima vez las Billiken, revistas que no me quitaban porque eran educativas.

Pero en la casa de la bobe era otra historia. Nos dejaba hacer casi cualquier cosa.

Desde que entrábamos corríamos con los primos por el pasillo, jugábamos al cuarto oscuro, a la mancha, a las escondidas, a la guerra de almohadas. Vaciábamos la alacena entera sobre la mesada para transformar la cocina en el almacén “Las primas”. A Julio, que era el único varón, siempre le tocaba hacer de almacenero. No quedaba claro si era dueño o empleado, pero en el nombre del negocio figurábamos solo nosotras. Éramos las finas vecinas del barrio. Las señoras Silvia, Mabel, Marta, Cristina y Patricia, que íbamos a comprar. Un montón de señoras éramos, pobre Julio. Y todas apuradas, con mucho que hacer y poco tiempo que desperdiciar en la cola. CONTINUAR LEYENDO

martes, 25 de octubre de 2022

"CAPERUCITA ROJA EN UNA VERSIÓN POLÍTICAMENTE CORRECTA". Por James Finn Garner, de su libro "Cuentos infantiles políticamente correctos", Barcelona, Circe, 2017

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta frescay agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar lasensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era. 

Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás seaventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamentefreudiana. 

De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta. 

—Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de símisma como persona adulta y madura que es —respondió. 
—No sé si sabes, querida —dijo el lobo—, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques. 
Respondió Caperucita: 
—Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial —en tu caso propia y globalmente válida— que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino. 

Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho. 

Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo: 

—Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca. 
—Acércate más, criatura, para que pueda verte —dijo suavemente el lobo desde el lecho. 
—¡Oh! —repuso Caperucita— Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes! 
—Han visto mucho y han perdonado mucho, querida. 
—Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva. 
—Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida. 
—Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes! 
Respondió el lobo: 
—Soy feliz de ser quien soy y lo que soy —y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla. 

Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal. 

Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar enla cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente. 

—¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? —inquirió Caperucita. 

El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios. 

—¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! —prosiguió Caperucita—¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre? 

Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.

FIN


"EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE". Un cuento de Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guard...