viernes, 31 de marzo de 2023

"ESA BOCA". Un cuento de Mario Benedetti

Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: «¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?». A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: «No quiero que veas a los trapecistas». En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. «¿Y si me fuera cuando empieza ese número?». «Bueno», contestó el padre, «así, sí».

La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.

Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquéllas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.

Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. «¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?».

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.


viernes, 24 de marzo de 2023

"¿CUÁNTA TIERRA NECESITA UN HOMBRE? Un cuento de León Tolstoi

"Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

"Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias."

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta. CONTINUAR LEYENDO

NOTA: De este cuento encontramos dos versiones: una más reducida y otra más completa. Ambas son buenas y se puede n utilizar en función de los y las lectoras destinatarias. Desde aquí podéis acceder a las dos.

viernes, 17 de marzo de 2023

"LA COMPUERTA NÚMERO 12". Un estremecedor cuento de Baldomero Lillo

Un cuento que refleja el trabajo infantil originado por la desesperación que produce la pobreza y la explotación de los trabajadores. Un grito, como casi todos los de este autor, que denuncia esas terribles situaciones.

LA COMPUERTA NÚMERO 12

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.

A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:

-Señor, aquí traigo el chico.

Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es to
davía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? CONTINUAR LEYENDO


viernes, 10 de marzo de 2023

"ANEMIA DE GRAFITOS". Un interesante cuento del libro de Remedios Zafra "Lo mejor (no) es que te vayas" que versa sobre la mujer en el mundo rural y, por extensión, en otros mundos

Si el blanco y negro estaban condenados a guardar silencio en el zulo de una caja yerma incluso para el polvo, no era así con el color que se había proclamado depositario de los recuerdos recientes. Dos cámaras de fotos hacían el trabajo. Una de ellas la última Polaroid traída de unos grandes almacenes de la capital como regalo de cumpleaños. Y, si las cámaras eran las hacedoras de la imagen-recuerdo en color, el museo donde se mostraban los retratados era la mesa camilla. Bajo el cristal ovalado que protegía a la madera se apretaban varias capas de fotos. Cada estrato una época, una cena, una fiesta, un nacimiento, una navidad congelada.

Cabía esperar que, así como las fotos, las personas que aparecían en ellas fueran también de color. Lo eran, pero no los que habitualmente estaban detrás de la cámara, los dueños de la casa: Sierra y Frasco. Ellos eran en blanco y negro.

Tal vez ese fuera uno de los motivos por los que sus nietas les tenían miedo y aprensión, respectivamente. Hasta cierto punto el miedo a Frasco era comprensible pues apenas le veían ya que pasaba sus jornadas de jubilado en el campo. Algo más extraña era la aprensión que sentían hacia Sierra, a cuyo color debieran estar acostumbradas, ya que con ella compartían gran parte de su tiempo. Quizá si hubieran sabido que pronto Sierra iba a morir una vida su actitud habría cambiado. De momento nada hacía sospecharlo.

El caso es que regalarles cada semana una de esas bolsitas que venden en el quiosco del pueblo y que contiene una zanahoria, una cacerola, dos platos y dos tenedores de plástico -todo en miniatura-, prepararles desayuno y merienda, llevarlas al colegio y consentir alguno de sus caprichos almibarados, no parecía ser suficiente para que Sierra se hiciera acreedora del afecto regular de las crías. Su apego estaba marcado por visibles momentos de rechazo y por esa crueldad punzante sólo consentida a los niños. Por el contrario, hicieran lo que hicieran las nietas, Sierra parecía inmune a sus desdenes y nunca las amonestaba con un reproche o una demanda de cariño. Ella siempre sonreía y cuando decían "no quererla" se marchaba, ni siquiera cabizbaja, a la cocina.

Puede que fuera por su color blanco y negro, o por ese olor peculiar consecuencia del mismo, como a grafito sobre papel de estraza, que emitían ella y su marido. Puede que para las niñas esta diferencia de los abuelos no estuviera todavía asimilada y que les produjera rechazo porque al mirarles sólo veían esto. Aunque, curiosamente, para los demás, acostumbrados a la peculiaridad cromática del matrimonio, ésta pasara absolutamente desapercibida.

O puede que el afecto no correspondido que sufría Sierra tuviera que ver justo con lo contrario, no con la visión de su rareza sino con la no-visión de la mujer. Concretamente, con lo que su hijo diagnosticó como "ceguera por incondicionalidad". Las niñas la rechazaban porque no la veían ya que ella siempre estaba allí, disponible para la familia a cualquier hora y en cualquier situación, sin negociación previa.

Por lo demás Sierra era una mujer de pueblo que ni por aspecto, trabajo o conversación dejaría de pasar desapercibida en su contexto. Nunca ser cumplidora ama de casa y jornalera del montón, tener rostro amable pero ni guapo ni feo y hacer siempre, repetitivamente, lo mismo, fue motivo para resaltar. Nunca a esto se le llamó cosa distinta que "ser normal" aquí, o "mujer de pueblo" para los de fuera. Tan normal era su vida que siempre fue como era entonces, pocas diferencias. Quizá la única visible era el considerable aumento de peso que Sierra había experimentado en los últimos años y, de forma paralela, una creciente (y no escondida) obcecación por la comida. CONTINUAR LEYENDOE

NOTA: El libro de cuentos Remedios Zafra, Lo mejor (no) es que te vayas, está bajo una licencia de Creative Commons y lo puedes descargar desde AQUÍ

viernes, 3 de marzo de 2023

"EL MEJOR SAFARI". Un cuento de la Premio Nóbel de Literatura de 1991 Nadine Gordimer

Al morir la autora, la Fundación Nelson Mandela le rindió un homenaje dejando patente su profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica. "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo".
Fue notable su defensa incontestable de la libertad de la población negra, en abierta y beligerante oposición al régimen racista del apartheid. Esta situación fue en la obra de Gordimer materia narrativa. "En nuestra época son pocos los que pueden mantener el valor absoluto de un escritor sin referirse a un contexto de responsabilidad. El exilio como modalidad del genio ya no existe". Algo que me recuerda el concepto de "ideologema" de Mijail Batjin.
Precisamente por este motivo varias obras suyas fueron prohibidas por las autoridades sudafricanas, como por ejemplo Ocasión de amar (1963) o El último burgués (1966). Su primera obra fue The Soft Voice of the Serpent (1953), una colección de relatos con la que iniciaba una andadura estética explicitada en estas palabras: "La poesía, la narrativa, la pintura, no provienen de los acontecimientos, sino de los ecos que suscitan".
En este cuento, la escritora mira desde dentro el drama de las personas refugiadas. Drama que, por desgracia y como fruto de la injusticia, tenemos hoy en día en la Unión Europea y del que queremos huir cobardemente utilizando al poderoso caballero "don dinero". ¡Qué vergüenza!

EL MEJOR SAFARI
Nadine Gordimer

Aquella noche nuestra madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas. Aquellos contra quienes mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro gobierno- irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la casa. La esperamos allí la noche que no regresó.

Nos daba pánico salir, incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos; no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un monito a su madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de madera astillada en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y se habían quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban. CONTINUAR LEYENDO

"EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE". Un cuento de Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guard...