jueves, 24 de noviembre de 2022

"HARRISON BERGERON". Un cuento distópico sobre una pretendida igualdad de Kurt Vonnegut

Era el año 2081, y todos eran por fin iguales. No sólo eran iguales ante Dios y la ley. Eran iguales en todo sentido posible. Nadie era más listo que nadie. Nadie era más guapo que nadie. Nadie era más fuerte o más rápido que cualquier otra persona. Toda esta igualdad se debió a las enmiendas 211a, 212a y 213a a la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes del Discapacitador General de los Estados Unidos.

Algunas cosas sobre la vida todavía no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, todavía sacaba de quicio a la gente por no ser primavera. Y fue en ese mes pegajoso que los hombres del Discapacitador General se llevaron a Harrison, el hijo de catorce años de George y Hazel Bergeron.

Fue trágico, cierto, pero George y Hazel no podían pensar mucho en ello. Hazel tenía una inteligencia perfectamente promedio, lo que significaba que no podía pensar en nada salvo en cortas ráfagas. Y George, mientras que su inteligencia era muy superior a lo normal, tenía una pequeña radio de discapacidad mental en su oreja. Él estaba obligado por ley a llevarla en todo momento. Se ajustaba a una emisora del gobierno. Cada veinte segundos más o menos, el transmisor enviaba un poco de ruido agudo para impedir a la gente como George un aprovechamiento injusto de sus cerebros.

George y Hazel estaban viendo la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero se había olvidado por el momento a qué se debían esas lágrimas.

En la pantalla de la televisión había bailarinas.

Un timbre sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron en pánico, como bandidos de una alarma antirrobo.

“Eso fue un baile muy bonito, esa danza que acaban de hacer”, dijo Hazel.

“¿Eh?”, dijo George.

“Que el baile fue bueno”, dijo Hazel.

“Sí,” dijo George. Trató de pensar un poco acerca de las bailarinas. No eran realmente muy buenas – no mejores que cualquier otra persona lo habría sido, de todos modos. Estaban cargadas con pesas y bolsas de perdigones, y sus rostros estaban enmascarados, de modo que nadie, viendo un gesto libre y gracioso o una cara bonita, se sienta como algo que el gato había recogido de la calle. George estaba jugando con la vaga noción de que tal vez las bailarinas no deban ser discapacitadas. Pero no llegó muy lejos con ella antes de que otro timbre en la radio del oído dispersara sus pensamientos.

George hizo una mueca. Lo mismo hicieron dos de las ocho bailarinas.

Hazel lo vio estremecerse. Al no tener discapacitador mental, ella tenía que preguntarle a George qué había sido el último sonido.

“Sonó como si alguien hubiera golpeado una botella de leche con un martillo”, dijo George.

“Yo creo que sería realmente interesante escuchar todos los distintos sonidos”, dijo con un poco de envidia Hazel. “Todas las cosas que se les ocurre.”

“Hm”, dijo George.

“Pero, si yo fuera el Discapacitador General, ¿sabes lo que haría?” dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía ungran parecido al Discapacitador General, una mujer llamada Diana Moon Glampers. “Si yo fuera Diana Moon Glampers”, dijo Hazel, “habría campanadas los domingos –sólo campanadas. Un poco en honor a la religión." CONTINUAR LEYENDO


No hay comentarios:

Publicar un comentario

"EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE". Un cuento de Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guard...